DAKAR 2019 – Parte II

DAKAR 2019: UN SUEÑO QUE HA PASADO A LA HISTORIA

La crónica de Daniel Albero, el primer piloto con diabetes tipo 1 en participar en el Rally Dakar 2019, contada en primera persona en diferentes entregas.

El día 7 de enero arrancamos el enlace de la primera especial a las cinco y media de la madrugada. Salimos desde Lima y nuestra meta era Pisco, 246km de enlace y 88km de especial. El enlace fue una pasada, pues poder contemplar Perú en moto ha sido inolvidable…

Después llegó la especial y, justo antes de empezar, mi medidor de glucosa continuo (Dexcom G6) no paraba de pitar. Muy nervioso, me alarmé, y sin saber muy bien a qué me enfrentaba, empecé a abrirme camino por un mar de dunas que todavía recuerdo como si estuviese allí ahora mismo. El ICO parecía no avanzar algunas dunas se me atragantaron y otras me hicieron superarme a mí mismo; eran dunas muy cortadas, grandes y muy blandas, pero pude ir avanzando poco a poco cada vez con más soltura y determinación. A escasos kilómetros de meta, y a causa de la fuerte subida de la glucosa empecé a notar algunas rampas en las piernas. Esto es un síntoma muy típico cuando existen problemas como el que os he contado, unas rampas que ya no me dejaron hasta que me acosté, no pudiendo sentarme ni para cenar en la mesa. Sin ninguna caída importante conseguí llegar a meta, exhausto -y no por cansancio- sino por un cúmulo de circunstancias y sobre todo por la descarga de adrenalina al ver que había completado mi primera etapa que siempre es la más importante, pues ya ese día empecé a ver vehículos por el camino que no podrían tomar la salida de la segunda etapa. Esto iba en serio.

Poco más tarde y después de repasarme la moto vino a visitarme un periodista para hacerme una entrevista y, al intentar sacar la moto, me di cuenta que no funcionaba el embrague. ¡Joder! Había perdido todo el líquido y tardé poco en darme cuenta que había roto el bombín del embrague. Primer gran susto pues, si lo hubiésemos roto en la arena, todo se habría complicado mucho. Por suerte, lo cambiamos y al día siguiente estaba todo listo para tomar la salida de la segunda especial.

El segundo día de carrera salía a las 9.37h. Después de un pequeño enlace de 7 km se daba paso a la salida “de dos en dos”, yo salí tranquilo con calma, quedaban más de 340km de especial, una de las más larga de la prueba, que lució múltiples caras, alternando zonas de dunas con pistas arenosas y tramos de playa. Una vez superamos las dificultades de las dunas de Ica, nos enfilamos rumbo al Pacífico, recorrido un centenar de kilómetros al borde del mar y serpenteando pequeñas dunas, un paisaje insólito que a veces me cortaba hasta la respiración por las bajadas tan fuertes y largas.

Aquí empezó a torcerse todo… En el WP1 conseguí alcanzar a mis amigos Pep Mas y Javier Álvarez y empezamos a rodar juntos. Nuestros ritmos eran similares y esto nos daba un poco más de seguridad y motivación a todos, esto es muy importante corriendo cualquier carrera, y más aún, siendo el Dakar. Mientras los comisarios clicaban nuestra ficha de control saqué mi móvil del bolsillo para poder mandar una foto de ese punto a toda la gente que habéis estando siguiéndome. La hice y guardé el móvil de nuevo en el bolsillo, con tan mala fortuna que no cerré bien la cremallera y lo perdí. Me quedé sin teléfono en medio del desierto.

En el kilómetro 278 vi el quad de JOHN MARAGOZIDIS (AUS), dorsal 265, parado. El piloto estaba a 10km del repostaje sin gasolina, se había quedado tirado. Mi amigo Pep pasó más a la izquierda y no lo vio. Yo, al verlo no pude evitar parar a ayudarlo… John, muy contento pudo seguir su carrera, pero luego me di cuenta que cometí un error al pararme, ahí perdí el ritmo con mis compañeros y tuve que rodar solo durante el resto del día. En el Dakar, y más aún la gente amateur, vamos muy justos de recursos y salvo que sea preciso por causa de accidente, compartir tus recursos no es muy buena idea. Sin duda, puede sonar egoísta pero en la carrera más dura del mundo, las cosas, son así.

Pero aún no había llegado lo peor. A falta de 15 km de meta y rodando solo, me perdí. Un WP muy escondido que no conseguía encontrar, muchísimas rallas por todas partes, un terreno extenso rodeado de inmensas dunas blandas. Fui buscando de norte a sur y de este a oeste, y no conseguía encajar ese WP. Me pasaban muchos vehículos, los escuchaba de lejos. Volví a ver a John con su quad, pero con tan mala suerte que él todavía estaba más perdido que yo. Entonces me atreví a pasar unas dunas enormes (él no me vio), y al pasar al otro lado la moto se hundió en la arena de tal manera que no podía sacarla. ¡Lo que me faltaba! Lo intenté mil veces, pero con la muñeca derecha aún lesionada, poco podía hacer, salvo pedir ayuda a otros conductores.

A esto, hay que sumarle que estaba aún refriado –salí de España con gripe-, aunque una cosa me tranquilizaba: mis glucemias. Empezaron a mejorar y me resultaba mucho más fácil controlarlas con mi doble bolsa de hidratación (USWE) en la que, también, me alimentaba con la famosa “pócima”. Por esa parte, estaba tranquilo. Hasta este punto de carrera todo había ido bastante bien pero ante la imposibilidad de sacar la moto de la arena y viendo que se estaba haciendo de noche tenía dos opciones: o me espabilaba, o ahí habían terminado cuatro años de lucha.

Comencé a cavar un gran hoyo con las manos para poder liberar la moto, le hice delante un surco para que pudiera coger carrerilla, me puse el casco y decidido a sacarla, di un fuerte golpe de gas en segunda marcha y un buen empujón de manillar -acompañado de un grito al cielo por el dolor de la muñeca. Mucho cansancio y mucha rabia acumulados, pero ahora sí, la moto empezó a avanzar. Pasé al otro lado con mucho cuidado, pero sin parar de darle al acelerador. Me detuve, cogí aire y pensé “¿qué hago yo aquí? Cuando me disponía a seguir escuche un coche a lo lejos pensé, “bingo”, este me saca. Debía ser un coche que tuvo problemas mecánicos y por eso iba tan retrasado, pero no, también estaban perdidos. Pese a esto, me quedé a su lado, ya que “tres mentes piensan mejor que una” y así fue, conseguimos encontrar la solución a ese terrible mal trago. Aunque lo peor, estaba por llegar…

Llegué a meta ya anocheciendo. Muy contento por haber terminado, fiché y seguí por el enlace más de doscientos quilómetros hasta el campamento, donde todavía quedaba mucho trabajo por hacer: arreglar las manetas rotas, limpiar el filtro, añadir agua y repaso general. Azucarilla se portó muy, muy bien. Le dije Julián Villarrubia, mi ángel de la guarda en este Dakar, lo sucedido con el móvil y gratamente accedió a dejarme uno que llevaba de repuesto, aunque no sería hasta el día siguiente cuando conseguí hacerlo funcionar y poder comunicarle a mi familia que me encontraba bien, que seguía en carrera.

Empezaba la tercera etapa. ¡No me lo puedo creer! Salimos a las seis y media de la mañana (hora local). Una etapa que reunía todos los peligros: 467km de enlace y 331 de SS, altura y mucha navegación recorriendo las zonas de “Duna Grande” y de “Duna Argentina”, saliendo de San Juan de Marcona y llegando a Arequipa. Una etapa que pasó factura, incluso, a los dakarianos más experimentados como mi paisano. Joan Barreda.

A pesar de las dificultades de la etapa, salí muy tranquilo, confiado y con ganas, y la especial terminó genial. Muchas piedras mezcladas con arena, 60 kilómetros de dunas interminables, un barranco muy estrecho que a más de uno le complicó la existencia y una bajada de vértigo donde poder parar a coger aire era imposible. ¡Ah! Y una duna en la que estuve más de 25 minutos –sí, sí, habéis leído bien- con el acelerador del gas a tope para subir, a pesar de estar tirando agua del radiador y con Azucarilla bastante tocada. A las 15:30h aproximadamente terminé la especial, contentísimo, ¡lo había logrado! O eso creía…

Cuando llegué a meta bajé de la moto para beber agua y me di cuenta que tenía los pies repletos de llagas. Como sabéis, las personas con diabetes tenemos que andarnos mucho ojo con las llagas, así que decidí para en un pueblo –ya en el enlace- para comprar algunas cosas: comida, unas chanclas, una bufanda para protegerme del frío y una tarjeta para mi nuevo teléfono móvil. Este enlace era de casi quinientos quilómetros, así que pensé que en unas cinco horas podría estar en el campamento, pero me equivoqué. Una carretera en la que era imposible avanzar con rapidez, limitada a cuarenta km/h, llena de camiones y de baches y, para colmo, se me estropeó la luz larga de la moto… ¡Joder!

Paré a repostar, ya de noche y todavía quedaban 350km. La niebla se hacía cada vez más espesa (parecía que estaba lloviendo), y veía que el altímetro no paraba de subir. Cada vez más, el frío se me calaba en los huesos hasta dejarme casi sin respiración. Los kilómetros no pasaban en mi ICO, reposté una segunda vez, cuando faltaban unos cien para llegar a meta. Esta vez, no tuve ni fuerzas para bajar de la moto… De verdad, que no podía más. Pero pensé en todo lo que había costado llegar hasta allí, en toda la gente que estaba pendiente de mí y en mi familia. Eso hizo que diese gas y terminase la etapa: llegué al campamento. Creo que nunca me había alegrado tanto de ver el camión de mi amigo Pedrega. Ya estaba en casa, aunque sin fuerzas, con hipotermia y fiebre, con la muñeca hecha trizas y con llagas en los pies. Era casi la una de la madrugada.

Saqué mis cosas del camión, monté la tienda de campaña, cené algo rápido y me duché para recuperar mi temperatura corporal, pero algo no iba bien, lo notaba, lo sentía. Azucarilla aún estaba por arreglar, pero “el gran Pedrega” me dijo que no me preocupara, que ellos me la dejarían a punto para salir el día siguiente. Iluso de mí, pensé que podría salir.

No dormí nada, tuve pesadillas y a las cinco de la mañana sonó mi despertador… y rompí a llorar. Tenía todo el cuerpo entumecido, los pies al rojo vivo y la cabeza a punto de estallar por la altísima fiebre. No sabía que hacer y tenía que tomar una decisión rápida, pues el Dakar no es una carrera de segundas oportunidades. Si estás en la salida a la hora que te toca, sales. Si no, olvídate de la carrera.

En esa situación recurrí a las personas que nunca me fallan: mi familia y mi equipo. Llamé a mi mujer Mer y le conté la situación. Ella, como siempre, me dio las fuerzas que necesitaba. Luego llamé a Jordi, mi mano derecha en esta gran aventura y me dijo unas palabras que nunca olvidaré: “…amigo, hemos hecho historia. Si tu vida corre peligro y no estás bien para pilotar con seguridad, abandona. Ya hemos ganado, Dani, de verdad. Habrá más oportunidades”.

Con la conciencia tranquila, me di la vuelta e intenté seguir durmiendo sin mucho éxito. Me quedé inmóvil. Allí había terminado todo.